Cuenta la leyenda familiar que mi tatarabuelo Martín, rebelde y de buena familia, renunció a su herencia para casarse con una campesina pobre. Llegado el momento, decidió aceptar las monedas de oro y las escondió en el jardín de su nueva casa en la aldea El Caleyu.
En su lecho de muerte, Martín le contó a su nieta favorita su secreto. Ella, mi abuela Chata, pasó su infancia cavando agujeros en el jardín, buscando el tesoro que le permitiría marcharse lejos, a conocer mundo.
Nunca lo encontró. No sé en qué momento dejó de buscarlo bajo tierra.
Me pregunto si mi tatarabuelo llegó a enterrar su herencia o si la gastó en un momento de necesidad. En realidad, no importa. Fue lo suficientemente valiente para oponerse a la voluntad de su familia y tomar sus propias decisiones. Eso fue lo que le regaló a mi abuela junto a la maravillosa oportunidad de descubrir un tesoro. Ella creció soñando con una vida distinta, creyéndola posible, y nunca perdió la esperanza.
Mi legado fue igual de valioso: la fuerza para cavar agujeros, la esperanza de hallar un tesoro, la valentía para construir mi propia vida y la posibilidad de conocer mundo.
Estos son los agujeros en mi jardín.
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