Me di cuenta de que me había dormido al escuchar la voz
metalizada anunciando la última parada. Bajé
del vagón como sonámbula. Recorrí
pasillos, subí escaleras, salí al calor de la noche. Imposible saber dónde estaba. Imposible regresar. Aquel era el último tren.
Las calles desiertas.
Al final, una luz. Ojalá un café.
Mis tacones resonaron sobre el empedrado y el silencio. Una puerta de cristal esmerilado se abrió a
un cúmulo de objetos extraños y polvorientos que parecían abandonados a su
suerte en la tienda de antigüedades.
Curioseé aquí y allá: libros manuscritos, una tetera desportillada, un esqueleto amarillento, una mano de bronce.
Detrás de mí, un carraspeo. Una anciana larga y altiva inclinó hacia mí
su monóculo y preguntó:
-¿Puedo ayudarla?
- Me he perdido.
- Tengo una brújula, si lo desea. Una brújula que nunca señala el norte.
Era cara, pero me pareció perfecta. Vagué por el barrio el resto de la noche, jugando
a extraviarme y a encontrarme. Cuando
amaneció tomé el primer tren a la ciudad.
Un avión me llevó de vuelta a casa.
Desde entonces viajo siempre con la brújula en el
bolsillo. La consulto por
curiosidad, sin variar el rumbo. Sólo para estar segura de que he perdido el
norte.
il. de Alessandro Gotardo
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